sábado, 1 de octubre de 2011

Historia de un despertador olvidado


Un día soñé que me despertaba un desconocido mientras dormía en un hotel del otro lado del charco. Bueno, creí que lo soñaba pero no fue así: estaba pasando de verdad. Viajé sola o, más bien, solamente con la agradable compañía de mi discapacidad, a un hotel cuyos métodos para despertar a sus huéspedes eran los de siempre: el teléfono, la televisión y la radio incrustada en la pared.
El hotel en cuestión se diferenciaba de otros, además de por su diseño pensado para el relax y la tranquilidad, y por ser uno de los pocos alojamientos que cuentan con un servicio de mayordomos al que se le pueden pedir esas cosas que sólo los famosos y los valientes dispuestos a hacer perder la paciencia de los mortales, pueden permitirse. Yo tenía la oportunidad de sentirme como uno de ellos, y lo vi al abrir mi maleta y verificar que, efectivamente, mi despertador vibrador se había quedado en casa.
Así que me armé de valor. Le pregunté que cómo podrían hacer para despertar a una persona sorda y me dijeron que en ese caso vendrían a mi habitación, correrían la cortina para que entrase toda la luz posible y esperarían a que así me despertara.
No contaron (¡lástima!) con que yo pertenezco a ese suculento grupo de personas con un sueño no precisamente ligero. Vaya, que podrían caminar tanques luminosos a mi lado y saltar cientos de niños sobre mi cama y yo no despertaría. Mi cuerpo está demasiado acostumbrado a mi despertador con vibración.
Así que puntual, pulcro y con su uniforme blanco se presentó León (así se llamaba mi querido mayordomo) a las siete de la mañana de un soleado día de octubre (del octubre del clima del trópico, se entiende) para abrir con una gran gentileza las cortinas de par en par y dejar colar toda la luz posible en mi habitación. Y nada, yo como si estuviera muerta. Él probó hasta tres veces con un amable “Despierte, señorita” y ya a la cuarta recordó que este despertar no era ningún capricho y se acercó, me movió el brazo y me entregó una nota de papel que decía: “Señorita, son las 7:10, es hora de despertarse. Buenos días”.
León podría no haber pasado esa vergüenza (no imagino a qué tipo de situaciones está acostumbrado el pobre, viendo a lo que se dedica) si el hotel de diseño psicológicamente pensado en el confort y en el esparcimiento de los huéspedes hubiera contado con una gama de despertadores accesibles, ya sea por vibración o luminosos, para elegir, como lo tenía de almohadas, mayordomos, textura de las toallas e incluso báscula (en libras y en kilos te podías pesar en ese alojamiento centroamericano). Podías elegir hasta si querías comer con palillos chinos o con cubiertos occidentales (¿visión de mercado futuro poniendo el ojo en Asia?), pero no tenía derecho a disfrutar de uno de los mejores servicios de los hoteles: que te despierten. A no ser que el alojamiento se digne a comprar tres o cuatro despertadores con vibración y/o con luz cuyo precio ronda los 50 euros (quizás incluso más barato que la báscula de libras y kilos). Es más, dicen que algunos con función luminosa simulan el amanecer para que madrugar no sea tan odioso como para el resto de mortales que inician su día con un incesante y molesto pitido.
No creo, tampoco, que al bueno de León le supusiera un dolor de muelas el venir a despertarme por las mañanas. Era un tipo encantador que todo el mundo querría tener al lado de una, pero ése era el servicio especial que ofrecían en esta compañía hotelera… para las otras, ¿qué nos queda? ¿Viajar como el conejo de “Alicia en el país de las Maravillas”, anclados a nuestro reloj? Bueno, sería perfecto si además del reloj-despertador no tuviéramos que meter en la maleta los cargadores de las baterías, los del móvil accesible, accesorios de cuidado de los implantes cocleares o audífonos y otros muchos útiles de supervivencia que componen el “ajuar” de todo deficiente auditivo y que hacen que un vuelo low-cost con peso de equipaje limitado no salga tan barato.
Como tampoco nos sale tan barato renunciar a nuestra autonomía personal porque este servicio cuando consigue ser accesible, no es proporcionado en los lugares que lo necesita. Es decir, yo quiero despreocuparme del despertador al igual que lo hace cualquier viajero, pero tampoco quiero llegar tarde. Confieso que esa noche di varias vueltas en la cama pensando en si de verdad vendría León o me quedaría toda la mañana echando horas involuntariamente en mi cama acordándome de cuánto le echo de menos: a mi despertador por vibración, quiero decir.

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