jueves, 9 de junio de 2011

DANZATERAPIA CON SORDOS: OTRA FORMA DE COMUNICARSE



1. El silencio puede ser danzado

El espacio que nos rodea es un elemento vivo y puede convertirse en algo sensible si utilizamos nuestro cuerpo como instrumento. Las músicas más primitivas o las contemporáneas pueden ser reconocidas en él y su conocimiento, adquirido por diferenciación progresiva de elementos contrastantes, lleva a la unión de la música con el movimiento, enriqueciendo nuestro mundo interior. Pero existe también el mundo del silencio y el silencio puede ser danzado.


Para nosotros, oyentes, tal vez esa posibilidad sea difícil de comprender porque nuestro silencio es un lujo. Lo realizamos cuando queremos, pero jamás es total. Nuestra memoria auditiva lo hace imposible, no nos permite olvidar voces, ruidos, palabras o músicas.
Hablamos del otro silencio. Del silencio real, de cuya existencia tengo conocimiento por mi proximidad con gente no oyente. Ellos sí conocen el camino movilizador del cuerpo a través del silencio; han escuchado su respiración y el ritmo de su sangre y han conseguido transformar su propio movimiento en danza.


Fue en forma casual. Después de haber realizado un espectáculo, invitada a una reunión por la gente que había organizado el recital, me encontré con una criatura, que comunicaba de forma diferente a las demás.
Quiero contar de qué manera la vida me brindó el encuentro con una niña sorda junto a la que pude penetrar en el mundo maravilloso del silencio. Tenía unos ojos negros poblados de miedo. Me interesé por sus ojos despavoridos y entonces me dijeron que era sorda. Mi piel se enfrió repentinamente, me sentí impresionada. “Quizá pueda ayudarla”, me dije, y este pensamiento me llevó a proponer a sus padres que me la llevaran al estudio una vez por semana.


Consideraba que por el camino del silencio, donde yo había realizado danzas, podía quizás encontrar a esta niña de ojos negros y acaso ella podía expresarse a través de su cuerpo.
Comencé con ella un largo aprendizaje. Frente a Leticia me di cuenta de que yo misma tenía tanto miedo como ella. Comencé el primer encuentro realizando movimientos pantomímicos que ella miraba muy seria y ligeramente espantada de mi exuberancia y mis deseos de acercamiento. Advertí que por ese camino no podría sacarla de sus tremendos gritos y su desinterés; entonces intenté en los siguientes encuentros movilizarla a través de mis danzas y no por el camino de la imitación. Mis sucesivos fracasos me alentaban a proseguir. La angustia de su mirada me perseguía a lo largo de la semana y me hacía luchar para tratar de comprenderla.

En nuestros encuentros, yo trataba de estimularla mediante danzas hechas especialmente para ella, utilizando elásticos de color, globos y pelotas. Notaba su interés en verme, pero no en realizar movimiento alguno. Comencé a sentir su atención y un interés paulatino que fue haciéndose presente en ese silencio agresivo y afectuoso. Conocía también mi otra imagen, puesto que me había visto danzar en teatro y en televisión.


Para cerciorarme de hasta qué punto podía interesarle la danza, le compré zapatillas y una mallita azul, y le pedí a su madre que me informara dónde colocaba esta ropita y cuántas veces la sacaba. Días después tuve una respuesta: la guardaba bajo la almohada. Eso aumentó mi perseverancia, pues sabía ya que, a pesar de sus gritos desgarradores y su permanente irritabilidad para conmigo, la niña tenía dos facetas: la que no alcanzaba a comprender por sus gritos y la afectiva representada por las zapatillas y la malla, que guardaba tan celosamente. Su agresión, que duró 6 meses, se fue disipando lentamente hasta que un día besó mi figura, que aparecía danzando en el aparato de televisión.

Allí vislumbré que algo profundo nos unía ya. Sus respuestas fueron más tranquilas a medida que las clases sucedían, su vida cerrada al sonido empezaba a tener sentido hacia el movimiento. Un día llegó muy excitada para contarme algo que yo ya sabía: había nacido una hermanita. Por intuición llevé la imagen del bebé a mis brazos y el movimiento de balanceo o de mecimiento que yo hacía frente a ella acunaba la imagen de lo que ella quería expresar con su boca, que nunca había pronunciado una palabra. Lentamente se acercó a mí y el milagro se hizo: la palabra, junto con el movimiento que se expresaba en mí, se unió a su boca. Y “nene” fue la llave, entre el pensamiento abstracto y la expresión del cuerpo, en donde las dos comenzamos a encontrarnos.

De allí nació una serie de movimientos que, vinculados siempre con la palabra que nos movilizaba, fueron para la niña y para mí puentes de descubrimiento. Nunca más utilicé el recurso mimético; en cambio, busqué la comprensión que, a través de su inteligencia, se abría con palabras lentamente vocalizadas y unidas al movimiento. Por ejemplo, cuando yo pensaba en agua, nos acercábamos a una canilla a medio abrir o abierta, de este modo, le hacía notar los ritmos del agua que caía: nos mojábamos la cara, bebíamos en las palmas y el agua se hacía luego presencia, cuando trabajábamos sobre el espacio de una palabra emitida, no sólo por la boca, sino por su cuerpo. De ahí al mar; a

movimientos envolventes y ondulantes; mar con viento, mar tranquilo, mar corriendo y todo lo que el movimiento ondulante y los ritmos que aparecían nos daban la posibilidad de movilizar la palabra, siempre unida al movimiento. Esa experiencia realizada con Leticia llevó un año, una vez por semana y a solas, hasta que me di cuenta de que era necesario encauzarla hacia el grupo en donde yo trabajaba con niñas de su edad.


Su encuentro con el grupo fue desgarrador. Le resultó doloroso verse obligada a aceptar que yo no le pertenecía a ella en exclusividad y comprobar que los niños asistentes a las clases conocían también el vocabulario que ella creía único. Comenzó una regresión, llenó de gritos penetrantes y agudos las clases, dejó de participar y terminó rechazándome con violencia. Los otros chicos del grupo, todos oyentes, observaban con sorpresa y ciertamente extrañados, la presencia de Leticia, sus gritos, sus gruñidos. Entonces, entre movimiento y movimiento, les expliqué que esta nena venía de un país lejano, donde no se hablaba nuestro idioma y que debíamos enseñarle nuestra danza. Así, las clases siguieron adelante y a lo largo de semanas y semanas, Leticia siguió sin encontrar la continuidad conmigo y con el movimiento.

Pero llegó el día en que observó la clase sin gritos y se acercó lentamente, me enfrentó sonriendo y con la convicción de mi cariño, revelado por mi aceptación de sus gritos, de su rabia y ahora de su cuerpo deseoso de moverse con las otras chicas.
Ella es ahora una mujer bella y alegre, que danza en el estudio y que ha realizado varios espectáculos como bailarina profesional con chicas oyentes y sordas.
Desde esta experiencia han pasado ya muchos años; nunca más dicté clases a niños sordos separados de un grupo oyente. Creo en la integración de la gente no oyente y en la posibilidad que tienen de comprender y captar visualmente las posibilidades que pueden desarrollarse en ellos por medio de golpeteos, vibraciones, percusión y todas las movilizaciones que realizamos con claridad en el espacio. Con esos movimientos es posible expresar la necesidad tremenda de comunicación que se tiene cuando ésta no puede realizarse mediante el lenguaje.

Cuando estoy frente a un grupo en donde hay niños y adolescentes no oyentes, hago bien visible la experiencia rítmica que existe en mi movimiento y utilizo procesos muy primitivos: golpeteos de tiempos fuertes y débiles dados en mi cuerpo, luego en el piso a través de mis pies o de mis manos, golpeteos suaves. Lo importante es reconocer con la imaginación todo lo que puede aportar uno en forma siempre original, la posibilidad de que el cuerpo sea el que produzca el ritmo. Yo danzo siempre para ellos y nuestra comunicación se establece en un plano de igualdad, porque todo está llevado a estimularlos para que se expresen sin temor. Si yo permaneciera más arriba, enseñándoles sólo en forma mecánica o en forma de exposición, jamás se moverían porque no se plantean la necesidad.

La impregnación para los no oyentes tiene que ser intensamente movilizadora, porque no tienen el apoyo auditivo y el cuerpo debe sentirse pleno de energía creadora para impulsarlo a la necesidad en donde pueda reconocerse. El primer impacto con el no oyente es que él se interese por proyectar y darse cuenta de que su cuerpo es un “instrumento de lenguaje”.
Trato en todo momento de hacerles sentir que, expresarse a través del cuerpo, es como hablar y que para ello no necesitamos estímulos externos. Para ser más clara y para que mi idea se comprenda sencillamente, diría que el trabajo no es mimético sino que, una vez visualizado el ritmo que va aportando el grupo en la clase (por ejemplo, si comienzo con líneas fuertes y débiles, suaves y pesadas), coloco las posibilidades en el grupo para que se reproduzcan en frases claras y que el no oyente visualice con rapidez eso que ellos luego van a expresar como ritmo no audible en su improvisación.
Empezamos sobre esta base para luego desligarnos de reconocer otros ritmos, que van acoplándose a la imaginación a medida que el cuerpo adquiere esa técnica de reconocimiento, a través de sí mismo y en relación con lo que se quiere decir. El camino de la danza es la verdad. El cuerpo no engaña cuando se expresa.
Siempre busco imágenes reales que traduzcan el pensamiento vivo y que nos conduzcan a la libertad creativa. Cuando los niños o los adultos descubren el deseo de ver su imagen en el espejo, les explico que el espejo está dentro de nosotros. Buscamos la vertical y en esa búsqueda vamos al equilibrio de cada uno de nosotros.


Acaso surja la pregunta de si estas ideas no resultan imposibles para la comprensión, limitada por la falta de audición, de las chicas no oyentes de tres años. Mi experiencia me dice que no; a esa edad un círculo que dibujamos en el espacio y que soplamos para que se transforme en globo y desaparezca luego, nos acompaña toda la vida. Redonda es la tierra y no se desvirtúa su significado si, a los tres años, la expresamos por medio del dibujo elemental de un globo.
Cuando el grupo integrado trabaja, oyentes y no oyentes, sobre ritmos africanos en donde el elemento auditivo está constituido por tambores y cantos, yo hablo y reproduzco el tambor en el aire; y éste puede realizarse también con cualquier parte de nuestro cuerpo y en cualquier lugar del espacio. Son movimientos percusivos, que llevan a toda la clase al reconocimiento de formas, que se traducen luego en sus propios movimientos de percusión en donde el no oyente realiza su ritmo.

2. El encuentro con las vibraciones

Quiero contar ahora cómo fui al encuentro de una vibración. Para comprender mejor al sordo y sus problemas, obtuve una cátedra en un colegio especializado en la educación del no oyente y comencé mi trabajo con él con un grupo heterogéneo de niñas entre los 7 y los 17 años. Allí mi tarea fue tan dura como apasionante Durante las clases, yo no podía recurrir a la música para desarrollar la temática de mi labor y encauzar mis estímulos. Me convenía yo misma en sorda y buscaba las posibilidades para movilizar a los grupos en forma contrastada, pues ésta es la manera que considero más interesante y con la suficiente proyección para hacerlo.
Y pensé en la palabra “vibración” después que, junto con ellos, ya habíamos ido al encuentro de movimientos lentos, fuertes, pesados, livianos, percusivos, descendentes, ascendentes, en diagonal, en suspensión…


La palabra “vibración”, escrita en una pizarra, no tenía, al principio, ningún significado para el grupo. Pero comenzó a tenerlo cuando apreté mis dientes, -es necesario tener en cuenta que éste era un grupo de no oyentes-, y produje el sonido rrrrrrrrrm. Este sonido, no audible para mis alumnos, se producía en la lengua y repercutía en los dientes. Desde estos lo prolongué hacia mis piernas y hacia mis manos. Esto nos llevó en dirección a un ritmo diferente, y la palabra “vibración” pasó, de pronto, a significar mucho. Les pregunté entonces dónde habían sentido la vibración: casi todas respondieron que en el “plexo” y no en la lengua.


Al ser movilizado todo el cuerpo a través de esa vibración iniciada en la boca, el grupo encontró un nuevo enriquecimiento hacia ritmos no audibles. Ellos podían combinarlos con los ya conocidos y obtener así frases que ayudaran al encuentro de este nuevo lenguaje.
Cuando se perciben movimientos nacidos en ritmos no audibles, en especial en esos grupos, ellos descargan la energía vital producida por el reconocimiento del cuerpo mediante movimientos que lo expresen. Aumenta entonces la posibilidad de hacer algo por ese cuerpo que, permanentemente estático, lucha por aprender el lenguaje real, sin saber que éste se halla también dentro de su propio cuerpo.
Por medio de una educación integral, que es una de mis máximas aspiraciones, podemos lograr cambios en el aprendizaje diferenciado del niño sordo y del hipoacúsico, y colocar como aporte fundamental dentro de su desarrollo la danza, considerada otro lenguaje de reconocimiento.


Las diversas etapas de movilización creadora permiten al niño, adolescente o adulto no oyente, un mayor reconocimiento de sí mismo y le otorgan la seguridad y la alegría de exteriorizar movimientos producidos por él en relación con su ritmo interno en forma creativa.
Pero el punto más importante es la integración. El grupo no oyente vive en una

sociedad de oyentes: cuanto más esté integrado en ella, a través de este lenguaje movilizador, que es la danza, menos complejos y frustraciones le ocasionaremos. Saber que en el silencio donde viven tiene cabida también el grupo oyente, y que unos y otros están unidos en la tarea de transformar sus imágenes, mediante la búsqueda del mismo lenguaje, hace que el no oyente se sienta feliz. Para ellos, este lenguaje constituye una recuperación creadora que ayuda a despertar todo su ser. Al integrarse en el grupo de oyentes, movilizados por estímulos que ellos no perciben, se impregnan de una actitud general muy positiva. El tema musical no existe, pero sí la comprensión, respaldada por las imágenes y el cuerpo.

Ese cuerpo dibujará formas que lo expresen. La exploración se canaliza creativamente, sin que el oído haya participado en la expresión. Sólo el ritmo, el ritmo de sus cuerpos o el de los cuerpos del grupo, con los cuales no hay diferencias, les ha enseñado el camino de su propia expresión. De ahí, que muchas veces, los no oyentes, cuando improvisan, descubran su naturaleza sincera y profunda y consigan resultados excepcionales al desarrollar movimientos en el espacio. Abren su sensibilidad y su comprensión, y la falta de estímulos auditivos les permite valorar su cuerpo al máximo y hallar un lenguaje movilizador expresivo al que se entregan sin reticencia. Prueba de ello es la inmensa satisfacción de haberlos visto actuar en un plano de igualdad en mis recitales profesionales.


Creo que, por su plena vigencia, es útil relatar la experiencia de una joven no oyente, Mónica, de 22 años. Ella poseía ya los conocimientos técnicos y expresivos después de años de labor en el estudio y una gran capacidad creativa. Le pregunté entonces si estaría dispuesta a dar lo que tenía a un grupo oyente; es decir, si querría dictar una clase a un grupo de su misma edad, pero oyente. Me contestó que, si yo le tenía fe, ella se sentía con capacidad para reemplazarme mientras yo estuviera de viaje; conocía perfectamente la forma de diagramar el trabajo de clase hasta llegar a la improvisación, pero nunca había dictado un curso. Le dejé material: un disco que no podía oír, pero que habíamos analizado antes de mi partida. Eran ritmos africanos y, para aumentar su seguridad no auditiva, le mostré en ese estudio previo la forma de los diferentes ritmos. Y me fui de gira.


A mi regreso, el grupo participante estaba muy contento de la labor de esta joven y ella, con los ojos resplandecientes, me dijo, “pude hacerlo”. Le pedí que escribiera sus impresiones. Aquí transcribo fragmentos que sirven para reconocerla y para apreciar la capacidad que, aún no oyendo, puede transmitirse a otros a través de este mundo de la danza, lo cual antes se consideraba una unión únicamente establecida por el movimiento y la música.


“Es difícil a veces expresar con palabras lo que hacemos a través de nuestras manifestaciones de movimiento y formas. Tal vez nos resistimos a escribir lo que ya hemos dicho con otro lenguaje; es decir, cuesta mucho repetir oralmente un sentimiento muy profundo, que hemos expresado ya con ritmo y forma. Por cierto, yo noto que hago más esfuerzo en enseñar con mi cuerpo que en hablar. Algunas veces, el grupo me hace cambiar la fase del movimiento por creer que es difícil. Es lógico; ser profesora no es cosa fácil, sobre todo para mí. O tal vez para cualquiera que lo intente. En cuanto a mi sentimiento frente a la clase, debo confesar que la ausencia física de María sigue preocupándome; no sólo la extraño, necesito su mano para andar. Hay veces en que tengo miedo de equivocarme y perder el ritmo de la música, pero estoy segura de que, con el nuevo audífono que voy a comprar, superaré este problema, que me preocupa tanto. Y esto es lo quería decir, pero ¡María no te pongas triste!, hay que seguir adelante no importa cómo, ¿verdad? No es fácil ocupar tu puesto en las clases, se tropieza con muchos sinsabores. Sin embargo, pienso que errores cometidos por las alumnas debí de haberlos hecho también yo, por eso, las correcciones sirven para seguir adelante”.

Esta autocrítica de Mónica para consigo misma se debe a que se va viendo a sí misma a medida que entrega lo que sabe y permite que pueda desarrollarse su evolución, como ser humano y como persona que aspira a mejorarse frente a su propia generación. Esta carta la escribía Mónica en 1968. Dos años después seguía recorriendo el camino del encuentro consigo misma dentro de la danza y reemplazándome cuando viajaba. En 1970 escribió:


“De mis primeras clases me queda algo de confusión, de emoción, de turbación, en fin, de miles de cosas que comprenderás. Pero ahora, trabajando con música de Vivaldi, con movimientos de tensión y extensión con los brazos, que se cruzan de un lado a otro, con mi cabeza hacia atrás o en suspensión, en círculos, buscando el aire o con los brazos sobre mi pecho, siento un profundo sentido de las formas. Y muchas frases vienen a mí cuando puedo expresarme moviéndome. Otro punto del cual quiero hablar es el de la danza sin música.”
Es importante observar que, a Mónica, que vive en el silencio, su trabajo de integración le permite decir “voy a hablar de la danza sin música.”


“Creo que debemos realizarla de cualquier manera, escuchando el ritmo de adentro. Obedecer cualquier movimiento, pero dando todo de adentro hacia fuera. Es decir, pensar, vivir y movernos con el ritmo de nuestra alma. Ya sea melancólico, diabólico, alegre o feliz y creo que, aparte de todo, es también una bella forma de liberarnos de nuestros queridos fantasmas. No por eso dejo de considerar la importancia de la música, que debe de ser maravillosa, aunque la percibo muy poco. Pienso que nosotros, cuando danzamos, también somos maravillosos; nuestros argumentos, nuestros relatos íntimos, nuestra propia vida puede ser expresada en movimientos con música o sin ella. No importa cómo, dónde o cuándo…”


Después de esta experiencia, Mónica siguió adelante con mayor entusiasmo cada día. Al respecto, es interesante contar una experiencia teatral que realicé al integrar, en un grupo de cinco personas, a tres no oyentes. Tenían entre 18 y 22 años. El trabajo de esos primeros encuentros sobre el escenario vacío y silencioso, sin espectadores, adquiría para cada una de nosotras la fuerza de una experiencia enriquecedora. Hicimos de cada ensayo una comprobación: “no es necesario oír para poder expresarse a través del cuerpo y comunicarse con los demás”.

El trabajo me fue difícil y penoso. No sólo debí luchar contra problemas de seguridad, de entradas y salidas, puesto que el oído de las bailarinas no podía ayudarme. Tuve, además, que enfrentar la guerra de celos, que se desató. Estos fueron sobre todo producidos por la incomprensión de nosotras, las oyentes. En muchos casos, el hecho de que yo hiciera resaltar las cualidades expresivas de una de las chicas no oyentes era un detonante de consecuencias incalculables. La búsqueda del equilibrio para llevar adelante la idea de expresarnos en un espectáculo integrado en donde sólo pudiera verse la danza, sin poder discriminar cuál de nosotras era no oyente, hizo, que cuando se levantó el telón llegáramos a ese momento exhaustas y nerviosas. Sin embargo, la respuesta del público confirmó mi intuición y fue un éxito total. No hice ninguna concesión en mi labor coreográfica y la carta de Liliana, una de esas bailarinas sordas, de 22 años, que me acompañaron en el espectáculo, es un testimonio elocuente.


“Este año ha sido de grandes experiencias para mí. Sufrí mucho, perdí totalmente la fe en mí misma; me faltaba fortalecer mi conciencia, la cual utilizaba sólo vagamente, aislada por el hermetismo. Sinceramente, sólo ahora comienzo a vivir tal cual siempre soñé. Los ensayos fueron tremendamente duros, pero los necesitaba; me hacía falta dominar mi cuerpo. En todo momento, aún cuando te enojabas, aún cuando surgían problemas de las compañeras, siempre existió un mundo donde compartíamos una vivencia que luchábamos por fortificar, por embellecer y por transmitir. Todos los lunes, nosotras, cinco mujeres, sufrimos, lloramos y reímos; vivimos como si el escenario fuera una casita. La sentí siempre como una convivencia que nunca terminaba, una convivencia luminosa. Siempre, al danzar, aparecen factores que nosotras tenemos que vencer. El miedo, los celos, los errores, la falta de voluntad, el dejarse llevar por la desazón, los obstáculos en el espacio, en ese espacio que nos rodea, son dificultades inexplicables, pero que nos alteran. Si detrás del telón pasan cosas feas es porque la realidad es así, pero hay también muchas lindas, y aún las más duras pueden serlo. Todo hay que aceptarlo, tal como el destino nos lo dé. El último recital fue el de mayor emoción; comencé a comprender lo que significaba la palabra comprensión. Un arma poderosísima, un verdadero diamante”.

Estos testimonios, que son parte de mi vida, me hacen pensar que hay un campo casi por completo inexplorado, que es necesario conocer y que ningún profesional investiga a fondo. La tarea de rehabilitar, conocer y ayudar a un sordo no puede ignorar la valiosísima experiencia que significa el encuentro con el cuerpo y, a través de éste, con la danza.

3. Conclusiones

Todas las experiencias narradas anteriormente, me llevan a las siguientes conclusiones:

1) El niño sordo o hipoacúsico puede integrarse naturalmente en un grupo de danza de alumnos oyentes.

2) El niño no oyente, sea niño o adolescente, puede llegar a captar los ritmos no audibles y transformarlos en danza.

3) La danza puede convertirse, para el niño sordo, en un lenguaje de comunicación que le permita salir de su aislamiento.

4) El lenguaje de la danza brinda al niño sordo un conocimiento de sí mismo que se traduce en seguridad, alegría y creación.

5) El movimiento, unido a la palabra, estimula favorablemente al niño sordo en el camino de ensayar un lenguaje de vocalización, pues la idea de lo que ambos representan adquiere para él un significado vivo.

6) La posesión de este lenguaje de movimiento repercute en todos los órdenes de la vida, tanto familiar como social, del niño sordo.

7) Considero que la danza, encarada de este modo, constituye una auténtica terapia educacional cuya técnica deberá perfeccionarse con la participación de psicólogos, foniatras y médicos.


Quiero expresar, además, mi total convencimiento de que todas las búsquedas realizadas en este sentido deberán basarse fundamentalmente en el amor, único camino por medio del cual se puede llegar a establecer un puente de comunicación.
Considero indispensable por ello organizar seminarios, con docentes especializados en el trabajo de reeducación del niño sordo e hipoacúsico, con la esperanza de que este aporte se incluya en el futuro dentro de los planes educacionales de los institutos especializados. Ello permitirá que la danza fuera un camino de alegría y plenitud para quienes hasta hace poco tiempo sentían negada esa posibilidad. La danza es un medio de comunicación y de creación.

María Fux

(DISCAPACIDAD Y SISTEMAS DE COMUNICACIÓN. Enfoque metodológico, 1995. Páginas 155-163.)

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