jueves, 1 de noviembre de 2012

una anecdota de una amiga :Tango silencioso

Cuando Margarete vino a visitar Buenos Aires yo estaba en el silencio total. Nos conocimos en Recife y mantuvimos una amistad durante quince años allí. La tenía que atender a pesar de mi situación. En aquel entonces sólo quería vivir enclaustrada en el mundo visual de la internet. Estabamos en el 2007 y hacía sólo dos años que vivía en Argentina. Extrañaba Brasil, me sentía sola y perdida en el silencio. Margarete se quería divertir. Era la primera vez que venía a Buenos Aires, que tanto anhelaba conocer. Quiero bailar tango, me dijo. Yo quería que la tierra me trague, tomar la pastillita azul y esconderme por siempre en la matrix. Para Margarete mi sordera no era un problema. Siempre había escuchado poco con el audífono que ya no podía usar. Habíamos bailado juntas en varios carnavales a pesar de no escuchar la música. Bah, algo escuchaba, unos ruídos incompresibles e irritantes que completaba gracias a la vibración que el cuerpo percibía al son de la percusión. Margarete era una buena amiga, no la podía dejar en banda. A decir verdad no conocía la noche porteña, era casi tan extranjera como ella. Recordé la noche que fui a bailar tango – de vacaciones por Buenos Aires – cuando todavía vivía en Brasil, en el club Armenio. Era un lugar agradable, con ambiente ameno y daban clases gratis de tango antes de bajar a la pista. No habían turistas y eso lo hacía más interesante aún. Cuando llegamos al club una pareja de profesores bailaban mientras las mujeres, por un lado y los hombres por el otro, los miraban. Nos juntamos al grupo, del lado de las mujeres, claro. Intentaba copiar los pasos sin la compañía de la música que los otros escuchaban. Me sentía torpe, no era tango lo que se bailaba, y sí milonga. Con el primero no tengo problemas porque el hombre lleva a la mujer, pero en el segundo caso los pasos son más complicados, en un momento se quiebra el ritmo con un saltito. Yo no sabía hacer el saltito, mucho menos cuando, al no escuchar la música. Los profesores se detuvieron y me imagino que la música también. Era nuestro turno: hombres y mujeres se enfrentaron a la búsqueda de parejas. Raúl, que nunca había visto en mi vida, me eligió. Lo miré desconcertada y asustada pero no me podía echar atrás. Le dije avergonzada: No sé bailar milonga, no escucho la música, no escucho nada. No importa, me contestó. Me pregunto si me creyó. Raúl tampoco sabía bailar milonga y no tenía la habilidad para conducirme. Le miraba los pies, buscaba que me den una respuesta. Estaba nerviosa y sólo se me ocurría hablar y preguntar a cada segundo qué hacer. Dimos varias vueltas con pasos torpes mientras le explicaba porque estaba ahí. En un momento me dijo divertido: No escuchás pero hablás mucho. Sin darme cuenta tomé el control de la situación. Yo llevaba el baile y él me seguía la corriente. Un desastre. Estaba tan concentrada con los pies que no sabía lo que ocurría a nuestro alrededor. Cuando levanté la vista nadie bailaba. En vez de eso nos miraban atónitos, con los brazos cruzados, a nuestro alrededor. ¿Terminó la música?, les pregunté avergonzada y luego me eché a reir por lo absurdo de la situación. La clase acabó y la gente marchó a la pista, que se situaba en el subsuelo. Margarete y yo hicimos lo mismo. Buscamos una mesa para sentarnos. Raúl nos siguió y se sentó con nosotros. Los “galanes” se paseaban por las mesas e invitaban mujeres a bailar una pieza con ellos. Cambiaban de pareja al terminar una canción. Raúl charlaba conmigo como si le escuchase. No era fácil leerle los labios en la semipenumbra y sus bigotes eran un verdadero obstáculo para mi comprensión. De todos modos charlamos. Llevaba una lapicera y cuaderno para los momentos críticos, que eran muchos. A la segunda cerveza dejé de preocuparme con el silencio. Margarete estaba feliz y aceptaba divertida los convites de los “galanes”. No me quedé atrás. Me levantaba y decía: No escucho la música, no escucho nada. La respuesta de todos fue únanime: ¡No importa! Bailé tango sin problema, lo debo llevar en la sangre. A medida que las cervezas se multiplicaban por las mesas la música se diversificó. Fue folclore, tango, milonga, rock, tecno y pop. Ya no necesitaba pisarle los pies a mi pareja de baile, ahora estaba suelta, podía improvisar y dejarme llevar por la vibración. Nos quedamos hasta las cinco de la mañana y Raúl no se levantó de la mesa hasta el último momento. Nos despedimos de él y tomamos un taxi entre risas y abrazos. Estabamos alegres. Margarete por haber bailado tango en el propio Buenos Aires y yo por haberle vencido al silencio. En el taxi me sentí insegura. Margarete hablaba sin parar en portugués. Las dos habíamos bebido y eran casi las seis de la mañana. Me sentía expuesta, los argentinos tienen un concepto equivocado de las brasileñas. Se creen que son rápidas y tontas. Un mito estúpido. Resolví hablar con el taxista: “Mire, ella es brasileña pero yo no y entiendo perfectamente el español… sólo que soy sorda”. No podía verle los labios al estar a nuestras espaladas y en la oscuridad así que me le acerqué para ver su reacción. Mi confesión agravó la situación. Me tomó la mano y la puso en su hombro. Me dijo que tenía un sobrino sordo y eso lo llenaba de “compasión”. No le creí pero le seguí la corriente mientras alejaba mi mano de su hombro sigilosamente. El taxista estaba fascinado. Le excitaba los sonidos dulces y sensuales del portugués pronunciado por Margarete, el olor a cerveza y la fragilidad de mi silencio. Lo sentía tentado ante tal situación. Al llegar a nuestra calle él no frenó ¡Va a seguir de largo!, pensé. Lo obligué a doblar con un grito firme. Le hice parar en la esquina de casa, no quería que supiese donde vivía. Él bajó del taxi con nosotras y me invitó a bailar. Me encontré frente a un hombre alto y robusto. Le llegaba a los hombros. Me tomó la mano y bailamos un tango silencioso, en una calle desierta. Si el enemigo es más fuerte que yo mejor engañarlo con la inteligencia. Le agradecí y le entregué un número de teléfono falso para que nos dejara ir. Se fue feliz con la conquista y nosotras entramos a casa al verlo partir. Ya dentro, me sentí aliviada y feliz. Margarete había desafiado mi silencio. Nos reímos, bailamos, bebimos y para colmo, me levanté dos tipos. ¿Qué decir? Si nos abrimos, la vida se vuelve mágica. “La mente es como el paracaídas. Funciona si está abierta” Albert Einsten

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