domingo, 18 de noviembre de 2012

Joven escritor relata el difícil reto de tener problemas de audición

El barranquillero Paul Brito explica cómo ha sobrellevado este problema que apareció con el tiempo. Comencé a escuchar los pitidos en las noches, cuando todo estaba en silencio, y por un tiempo pensé que eran grillos escondidos en el armario o retozando en el jardín de la casa. Pero cuando los silbidos comenzaron a destacar también en el día, sospeché que provenían de mi oído. "Escuchas los tonos graves con una solvencia más o menos normal -me dijo el doctor, luego de hacerme una audiometría-, pero cuando los sonidos se van volviendo agudos y tenues, tu capacidad auditiva cae dramáticamente", y me mostró una curva que efectivamente descendía como una montaña rusa. Hasta donde sabía, no tenía antecedentes familiares de sordera. Había consumido fuertes antibióticos para la garganta cuando niño, y había sido explorador asiduo del fondo de la piscina, y amante de la pólvora y del heavy metal a todo volumen de adolescente. Pero muchos amigos de mi generación tuvieron vidas parecidas y hoy no sufren problemas de audición. Algunos, en cambio, padecen de la vista mientras que yo, a pesar de llevar años leyendo y escribiendo pegado a una pantalla de computador, no necesito lentes. Comencé a sospechar que mi mal oído era una especie de destino, igual que para otros lo es la ceguera. Imaginé otra causa más aparatosa. Mi temperamento introvertido: una forma de vida volcada al mundo interior pudo llevarme a prescindir poco a poco de los sonidos. Creí en esta tesis por un tiempo, pero un amigo violonchelista me regaló un buen argumento en contra: la lectura y la escritura obligan a trabajar el oído interno, no el oído interno físico sino el intelectual. Antes de escuchar cómo suena lo que está tocando, un músico tiene que decidir cómo quiere que suene, tiene que imaginárselo. La lectura y la escritura también obligan a trabajar el oído interno siempre que uno esté escuchando dentro de su cabeza cómo suenan las frases. Cualquier escritor sabe que la prosa tiene ritmo. Un cuento o una novela deben mantener el mismo tono a lo largo de las páginas para que no se rompa la ilusión narrativa, la apariencia de realidad. Del mismo modo, la poesía contiene un ritmo interior de donde brotan las imágenes primigenias y las metáforas anteriores al lenguaje articulado. "Pensamientos y frases son también ritmos, llamadas, ecos", escribió Octavio Paz. En todo caso, el oído es un sentido pasivo que, a diferencia de la visión, no se puede direccionar o apagar, de manera que los ruidos siempre están atentando contra la concentración intelectual. Quizá por eso mismo, por la falta de control sobre ellos, me da la impresión de que puede estar sometido a una voluntad interna y absoluta que decide su regulación o abolición de acuerdo a los fines más altos del espíritu. Otra prueba más exacta me reveló que el problema estaba en mi oído interno. El doctor me explicó que a ese "nivel" la deficiencia auditiva es irreversible. Me diagnosticó hipoacusia neurosensorial bilateral moderada y me aconsejó comprar audífonos (la EPS no los cubre). Le pregunté si volverme dependiente de ellos no agudizaría mi debilidad auditiva. "Él oído es perezoso -respondió-. Si uno no le recuerda los sonidos que ha dejado de percibir, las pisadas, el canto de las aves, el crujir de una bolsa, él prescinde de ellos. Los audífonos no te ayudarán a recobrar la capacidad natural de tus oídos ni eliminarán los pitidos, aunque pueden contrarrestarlos con la gama de sonidos tenues y agudos que rescatan, pero por lo menos te ayudarán a ejercitarlos para no seguir perdiendo más terreno". ¿Hay alguna forma de acallar los pitidos? "No, porque son un síntoma de que tu oído interno no está funcionando bien. Las células dañadas emiten señales incorrectas que tu cerebro interpreta como sonidos. Y puesto que es irreversible el daño en esa zona del oído, es inevitable que sigas escuchándolos". Compré los audífonos. Salí al ruedo con mis nuevos oídos, pero llegaba a casa con dolor de cabeza y los nervios destrozados. Los pitos de los carros, los motores de las motos, los ladridos de los perros eran explosiones pirotécnicas. Con tanta bulla, lo que menos escuchaba eran las voces de las personas. Notaba, además, que al descubrir los aparatos, mis interlocutores se ponían incómodos, vocalizaban forzados, alzaban teatralmente la voz e incluso se volvían desconfiados como si los estuviera grabando. Sordos vs. ciegos Mientras los lentes pueden hacer ver a una persona más interesante, los audífonos y su habitual color crema te hacen parecer un lisiado. Apenas la gente ve asomado a la oreja ese objeto del color de piel que deben tener los androides, abren más los ojos, te miran aprensivos y no pueden dejar de vigilarlo, como si se tratara de un pez luminoso de las profundidades abisales. Claro, hay audífonos modernos, de colores, más dignos, pues no tratan de camuflarse patéticamente con el color de la piel (lo hacen ciertos calvos con largos mechones que van para aquí y para allá), sino que se exhiben como una novedad tecnológica del atuendo. Pero no son muy comunes en Colombia. Otra ventaja de los audífonos de colores es que, al contrario de los tradicionales, no taponan los oídos, pues el grueso del aparato va detrás de la oreja. Sin embargo, no me decidí por ellos, porque me parecía que el color frivolizaba mi tragedia y el negro era un luto demasiado literal. A nadie que usa gafas lo señalan como un discapacitado; a quien usa audífonos se le mira con lástima. Los audífonos no tienen la misma estética sencilla y práctica de los lentes: dos piezas de vidrio y una montura liviana encajadas perfectamente en las orejas y la nariz. Los audífonos, por modernos que sean, no logran asimilarse al rostro: se ven artificiales y aparatosos; necesitan pilas, circuitos y cables. Dejé de llevarlos en la calle y ahora solo los uso en casa. Pero aún así, casi en la clandestinidad, siguen siendo incómodos. Los audífonos taponan los orificios del oído y uno siente como si estuviera con gripa. Parecen gafas que para ayudarte a ver tuvieran que clausurar el mundo y mostrártelo en una precaria pantalla. Estas no son las únicas desventajas frente a los que sufren de la vista. El ojo, al contrario del oído interno, puede recobrar la visión con el uso continuado de lentes o con cirugía. El oído interno no da esperanza: no hay forma de escuchar como antes. Para rematar, los sordos tienen mala fama. Según Jorge Luis Borges, no poseen la dulzura que tienen los ciegos. "Las personas sordas son muy impacientes -afirmaba-. A veces la gente se ríe de los sordos. Nadie se ríe de un ciego". Por fortuna hay al menos una diferencia donde sale ganando el sordo. Mientras la vista está apoyada en el espacio y por lo tanto se mueve en extensión, el oído, al ser un sentido que descansa prioritariamente en el tiempo, actúa en intensidad y profundidad. El trasunto del célebre saxofonista Charlie Parker, en el relato El perseguidor, de Julio Cortázar, afirmaba sobre el sonido: "Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música en el tiempo cuando estoy tocando". Los sonidos contienen pausas y silencios donde cabe el mundo entero. La música, "esa forma misteriosa del tiempo", como la describió Borges, es el gran consuelo de quien no escucha bien: por la pequeña rendija o puerta entornada de sus oídos estropeados, una persona puede captar la sinfonía del universo. Por una de esas delgadas ranuras, Beethoven abrazó el mundo hasta tocar el cielo. De ningún pintor ciego se puede decir lo mismo. Para Schopenhauer, el filósofo alemán, la música es la más excelsa de las artes, porque no se limita a ser una representación, sino que ella misma es la esencia del mundo manifestándose directamente. Los tonos graves encarnan al mundo orgánico, mineral y vegetal, y los tonos agudos, al ser humano profundo: su esencia divina. Me pregunto si haber dejado de escuchar las frecuencias más tenues de mi entorno, hasta el punto de que muchas veces no escucho a mis semejantes, no querrá decir algo más. "El diálogo es más que un acuerdo: es un acorde -decía Octavio Paz-. Y los enamorados mismos se sienten como dos rimas felices, pronunciadas por una boca invisible". Mi insensibilidad hacia los susurros y tonos bajos puede estar avisándome que estoy desatendiendo la frecuencia más tenue y sutil de todas, la que oficia de base armoniosa a todas las discordantes melodías de la vida, la que vibra como un solo tañido en todos los hombres, bajo el bullicio del mundo. En el filme Señales de humo, un chico sufre de los oídos y escucha silbidos. Luego nos enteramos de que esos pitidos eran un llamado de salvación de extraterrestres. ¿Cómo saber que estos que yo oigo no encierran una canción misteriosa que debo descifrar antes de que sea demasiado tarde? Paul Brito Especial para EL TIEMPO Barranquilla Fuente: http://www.eltiempo.com

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